Capítulo I - "Nada" - Episodio VI

VI

- E
h… estás sangrando…

Pegué un respingo en el asiento, quitando la vista del paisaje y saliendo de mis cavilaciones; lo inesperado de escuchar la voz del conductor opacó el significado de esa frase, al menos de momento. “Sí”, contesté, desganado, como quien asiente en una conversación pasajera sobre el clima. El hombre mantuvo la vista fija delante, tal vez todavía intimidado por la forma en que le grité –violentamente, sin duda- que “mantenga la vista al frente y conduzca” al subir al auto. Recuerdo que, entre todas las cosas que estaban pasando al mismo tiempo y mi sensación de estar naufragando en medio de una situación que me superaba, al subir al coche me sentí como pasado por encima por una aplanadora: había podido ver en su placa delantera que era un Fiat 128, como aquél que me había desvelado en recuerdos al escuchar su motor en la lejanía. La oscuridad reinante no me había dejado echar una mejor mirada para sacarme esa duda que ahora me carcomía, y que sin duda no podía resolver estando el coche en movimiento: ¿era un auto azul oscuro, como ese que me había visitado en una suerte de ensoñación? De hecho, ¿había sido un recuerdo… o una premonición? ¿Podía ser que al escuchar un motor hubiese identificado con tal precisión que se trataba exactamente de un Fiat 128? ¿Podía ser eso una conexión con mi pasado? Quiero decir, uno no reconoce todos los motores que escucha, de eso estaba seguro… pero… en mi caso, ¿se trataba de que yo había tenido alguna vinculación severamente fuerte con un auto de estas características? Quién sabe, tal vez yo era un mecánico, o un piloto, o un aficionado a los autos… o quién sabe cuál era la justificación… yo había sido alguien, y ahora lo seguía siendo… pero sin saberlo.
Sin duda que estaba en un laberinto demasiado grande como para encontrar fácilmente la salida…


Para cuando el hombre había roto el tácito pacto de silencio que teníamos yo estaba en medio de este tren de pensamientos, mirando perdidamente por la ventanilla como durante esos minutos en que habíamos arrancado en medio de la nada; creo que perdí mi mirada en el paisaje por una suma de factores que había evaluado inconcientemente: desde el hecho de querer ver mejor la zona donde estábamos, hasta el hecho de que para dar mayor entidad a mi mentira –involuntaria, quiero aclarar- debía mostrarme preocupado por “quienes nos perseguían”. Creo que también quise escapar de la probable mirada escrutadora del conductor del auto… no me gustaba la situación. Ojo, me sentía cómodo, y eso aún hoy me da escalofríos… estaba mintiendo instintivamente, y creo que muy bien, como si toda la vida hubiese sabido actuar, o como si dada la situación de una presa indefensa me había vuelto un experimentado cazador, en tan solo un abrir y cerrar de ojos. “Sangre”, pensé de pronto, llevándome una mano a la frente en un acto reflejo. “Dijo que estaba sangrando”... pasé la yema de mis dedos por mi frente, en un gesto que intentaba parecer distraído. Con el rabillo del ojo miré al conductor, quien seguía encorvado sobre el volante, la cara casi pegada al parabrisas, en una posición inverosímil. Me pregunté si estaba temblando; su mandíbula se movía frenéticamente, y su labio inferior se arrastraba por sobre el superior, como si estuviese evitando romper en llanto. Y de pronto, así sin darme cuenta, me encontré con que me había llevado los dedos índice y mayor a la boca, en gesto pensativo… y el gusto a sangre me resultó familiar, lo suficiente como para hacerme alejar la mano de mi rostro, como quien aleja una serpiente a punto de morderlo.

- ¿¡Qué pasó!? –gritó el hombre; o mi gesto fue evidente, o sus nervios estaban por traicionarlo. Por algún motivo, en ese momento no caí en la cuenta de que él estaba llevando un auto a toda velocidad en medio de una carretera rodeada de árboles y oscuridad; sin duda, no era el prototipo de chofer que uno quisiera para esa situación. Incomodado por su pregunta, evité responder sobre mi gesto al darme cuenta de que mis dedos habían tocado sangre reseca en algún lugar de mi frente –seguramente producto de algún rasguño al caer del árbol, dado que no recordaba golpes posteriores-; en cambio, mi respuesta fue mucho más abarcativa: decidí proseguir con la mentira, buscando darle fundamentos. De hecho, enseguida entendí que eso me podía servir para echar algo más de luz a mi situación actual…

-M
e… no sé, creo que me secuestraron… yo salía de casa, me… me metieron en auto, y no recuerdo nada más…

Una rápida ojeada al hombre me hizo ver que él estaba apretando los labios, nerviosamente; la luz interior del auto era casi inexistente, pero hubiese podido jurar que sus nudillos estarían blancos de tan fuerte que seguramente estaría apretando el volante. Atropellando las palabras entre sí, casi encimándolas, le expliqué que de pronto me habían soltado en medio del bosque, sin saber ni dónde estaba ni hace cuánto. “¿Dónde estamos?”, le pregunté, intentando ocultar mi corazón y su intento por salir de mi boca, ansioso por volver a escuchar un sustantivo propio tras tanta incertidumbre. Fuese que me dijese algo conocido o no, aún si el nombre no aportaba ninguna luz a la penumbra de mis recuerdos, sería tener algo, algo en medio de la nada en que estaba.

- ¿A
hora? Eh… Ezeiza –dijo, y me sentí morir de alegría; debo de haberme reclinado en el asiento, levantando la cabeza al techo del auto y exhalando triunfal. Probablemente pueda escribir hojas y hojas, pero no llegaré ni remotamente a explicar la inmensa alegría que me envolvió… como si un avión estuviese cayendo y tras haber tenido unos minutos interminables para despedirte de todo y aceptar que estás destinado a morir… de pronto se estabiliza. Algo remotamente similar a eso sentí, sin dudas que más fuerte… “Ezeiza”. No eran sólo seis letras: era el nombre de un lugar que me sonaba, aún sin saber por qué. Pero me sonaba… había hecho eco en algún recuerdo, y me invadió la esperanza de que tarde o temprano terminaría por encontrarlo.

-Es… estamos a dos minutos de tomar la Autopista, la Ricchieri –agregó, sin darme tiempo a intentar buscar recuerdos sobre ese nombre-. Vamos a una comisaría –sin dudas intentaba sonar convencido, pero fallaba miserablemente. Caí en la cuenta de que seguramente… me temía. Temía decirme eso… creo que sospechaba que mis intenciones no eran usarlo como un medio de transporte solamente… de hecho, tal vez ni siquiera se había creído lo del secuestro. Quién sabe, quizás se sentía atrapado con un peligroso extraño a su lado en el auto… Ahora, ¿qué me convenía? Casi como un reflejo natural eché por tierra la opción de “ir a una comisaría”. No estoy seguro por qué pensé eso en ese momento; a 100 kilómetros por hora, cansado, cegado de adrenalina, adormecido por la cantidad de interrogantes… sólo atiné a pensar eso. No estaba seguro de que la policía fuese una buena opción… para empezar, tendría que fingir un secuestro inexistente, y si bien ellos podrían ser mis mejores aliados para unir mi presente con mi pasado, visto que ni siquiera tenía documentación encima… el recuerdo de esa linterna buscándome –en ese momento creí estar seguro que lo hacía-, en mitad de la noche, me hacía desconfiar de todo, y de todos. Pero… ¿qué hacer? ¿Cuál sería mi plan, entonces, si descartaba la primera y evidente opción de acudir a una comisaría?

Traté de pensar lógicamente, pero realmente no podía concentrarme; los pensamientos pasaban a mis costados como luces, de la misma forma que de pronto encontré montones de haces de luz moviéndose cerca de la ventanilla: habíamos entrado en una autopista más grande. Sin duda, el tiempo estaba apremiándome… si mi idea era esquivar la comisaría, tenía que sacar esa opción del tablero cuanto antes. La pregunta era… ¿cómo? No podía saltar del auto en movimiento, así como veía poco factible convencer al conductor de que, a pesar de haber sido secuestrado, sólo quería “que me dejes en un costado del camino”. Me invadió la apremiante necesidad de trazar un plan… ¿cuál sería mi próximo paso? De hecho, ¿tenía alguna opción firme?

E
xhalé con dificultad y desgano. Estaba entre la espada y la pared… o iba directamente a la policía –arriesgándome a que tal vez no fuese una buena opción-, o… ¿qué? ¿Cuánto tiempo podría pasar escondido tras algún árbol de la banquina? Sin dinero, sin una dirección a donde ir, o una pista que seguir… solo, completamente solo. Me sentí pequeño, insignificante, minúsculo… necesitaba actuar rápido, eso era lo único que sabía. Si seguía meditando sin llegar a ninguna conclusión, desembocaría rápidamente en una comisaría… tenía que bajarme del auto. En realidad, primero tenía que encontrar cómo bajarme del auto, y de ahí refugiarme en algún lugar seguro para poder pensar…

P
asamos al lado del cartel luminoso de una estación de servicio; el conductor en esa posición tensa, seguramente deseando estar en su casa con su mujer y sus hijos, o con quien fuese… menos conmigo, acá. Como un rayo, las luces de neón relampaguearon dentro del auto mientras pasábamos delante del anuncio luminoso. Y ahí, como una chispa que enciende una mecha, me di cuenta de que había encontrado un plan.

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