Capítulo I - "Nada" - Episodio VII

VII


C
erré los ojos con fuerza, deseando que al abrirlos mis sienes hubiesen dejado de latir. No tardé más que unos segundos en maldecir la incipiente jaqueca que me estaba empezando a dominar. Nervioso, sequé la transpiración de mis manos en los lados de mi pantalón; el corazón me latía desenfrenado, intuyendo lo que estaba por hacer, mientras la respiración se me entrecortaba. Junté valor; el miedo a actuar por suerte no llegaba a eclipsar el pavor a la idea de no actuar y llegar a una comisaría. Tragué saliva y dejé escapar mi comodín, la frase que iniciaba mi plan de fuga, mi tal vez única chance para bajar del coche sin levantar sospechas.

- T
engo miedo de ir a una comisaría –le dije, regodeándome perversamente en lo que parecía ser la excusa perfecta: mentir descaradamente-. Uno de ellos tenía un corte militar, y por lo poco que sé la pistola que tenían era como las reglament…

“N
o”, dijo, con voz baja pero determinada. “¿Qué?”, intercedí. Al instante me di cuenta de que mi plan, elaborado en pocos segundos y casi sin fuerzas para pensar, hacía agua. “¿Te secuestran y no querés ir a la policía?”, dijo. Seguía con la vista fija hacia delante, los nudillos blancos de la fuerza que hacía sobre el volante. Me pregunté si él sería conciente de eso…

- E
s que… mirá, tenían pinta de policías. El corte de pelo, el arma, el… -pensé en seguir añadiendo cosas. Cada vez sonaba menos creíble, hasta para mí. Temblé de sólo pensar en seguir la mentira y que eso pusiera aún más nervioso al conductor que, para mi pesar, tenía mi vida en sus manos, manejando a la velocidad que lo estaba haciendo. El silencio invadió el auto, lo que sumado a la oscuridad reinante le daban un aspecto funesto. Traté de analizar mis opciones… sin dudas que pelear por el control del auto no era la ideal, en vista de lo sencillo que sería que ninguno de los dos logre dominar el volante antes de chocar. Pensé en intimidar al hombre, pasar de víctima a victimario y obligarlo a que estacione, dejándome el auto a mí. Sería la frontera que menos beneficio me daría el cruzar… y sobre todo, no sabía cómo reaccionaría el hombre. Me sentí atado de pies y manos, dirigiéndome inminentemente a un destino que no me garantizaba nada de confianza… una comisaría.

C
aí en la cuenta de que estaba jugando distraídamente con la pulsera. Intenté acercarla a la luz para buscar leer sus letras, pero la oscuridad seguía impidiéndolo. Le di vueltas, en busca de algún ángulo que pudiese favorecer mi visión, reflejando la luz en la parte metálica del brazalete. Al cabo de unos instantes otra oleada de jaqueca me castigó, haciéndome apretar la mandíbula con fuerza. Me insulté por dentro, sintiéndome demasiado débil –física y mentalmente- como para salir de esta situación. Comencé a entregarme a mi destino… la idea de la comisaría no era tan mala como minutos antes. Lamenté estar entregándome tan fácil, pero… a estas alturas, no tenía energías para mucho más. Resignado, me hundí en el asiento, y llevé mi rostro hacia la ventanilla, con desgano. Recuerdo haber estado preguntándome en qué día estaríamos, cuando escuché al hombre insultando en voz baja, lo que en cierta forma me asustó más de lo que habría logrado la misma frase dicha gritando. Posé mi vista en el hombre, entendiendo enseguida por su mirada cuál era el problema: el indicador del tanque de nafta estaba casi en “Vacío”. Me echó una fugaz mirada atemorizada, como queriendo comprobar si yo también me había dado cuenta; tenía pánico en los ojos. Pánico.

N
o tardé más que unos segundos en entender que no llegaríamos a la Comisaría sin rellenar el tanque, y que eso seguramente inquietaba al conductor. No creo que nada lo hubiese alegrado más que sacarse de encima a su inquietante acompañante cuanto antes… pero sin embargo teníamos que ir a una estación de servicio. Al instante me di cuenta de que esa era una gran noticia para mí… el auto estaría detenido. Podría abrir la puerta, bajarme y escapar, o hasta intentar apoderarme del coche, si es que me animaba a las consecuencias que eso podría traerme.

Momentos después, una estación de servicio asomó en el horizonte, trayendo consigo la inquietante duda acerca de si el hombre pararía en ella, o intentaría heroicamente seguir viaje hasta la comisaría. Pensé que debía hacer algo al respecto, asegurarme de realizar esa detención, la que posibilitaría tal vez mi única vía de escape. Casi sin darme cuenta, bajé la ventanilla del coche mientras me recostaba en el asiento. El hombre me miró, temeroso, mientras casi inconcientemente, como si estuviese siguiendo un guión preestablecido que conozco de memoria, hice una ademán de ahogo, acercando mi rostro al vidrio abierto; el viento me despeinaba, envolviendo mi rostro en aire. “Necesito… devolver”, dije, simulando descompostura. La jaqueca latía en mi cabeza, con violencia.

- ¿
Cuánto falta para la estación de servicio?-, dije. El hombre me miró, perplejo. El silencio se volvió intolerable mientras más me daba cuenta de lo que había dicho, y de que no había tenido control sobre ello. Me estaba volviendo un autómata, y la sensación no hacía más que darme mala espina. Pareció una eternidad, hasta que al final dijo que creía que estábamos a unos dos minutos. A pesar del cansancio y de este cuasi-dominio de mi parte inconciente sobre mis acciones, pude concentrarme en una idea: si quería escaparme, debería hacerlo en la Estación de Servicio, y sin levantar sospechas. Era la ocasión ideal para tomar esa decisión, más que nada porque sería seguramente mi única pausa previa a la comisaría. Por un momento pensé en empujar al conductor ni bien estacionase el auto y quedarme con él, aunque rápidamente descarté la idea: más allá de que no estaba seguro sobre si podría conducirlo, me atemorizaba pensar que un acto como ese, con testigos a la vista como seguramente serían los empleados de la gasolinera, era casi cavar mi propia tumba. Sin saber quién era ni donde estaba, sería cuestión de tiempo hasta que la policía me encontrase. Debía seguir jugando a escapar, como cuando vi el haz de luz en pleno bosque.

A
lo lejos vi aparecer una estación de servicio. Volví mi rostro hacia la ventanilla, como deseando absorber el aire fresco de la medianoche, mientras mi cabeza daba vueltas pensando cómo realizar un truco digno de Houdini: escapar de la estación de servicio sin que nadie se diese cuenta. Con el rabillo del ojo miré hacia delante: tenía un minuto o menos antes de que estuviésemos estacionando.

Aspiré profundo el aire de la noche y cerré los ojos. La migraña estaba empeorando a pasos agigantados.

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