Capítulo I - "Nada" - Episodio VIII

VIII


El conductor me echó una mirada seca, clara, seguramente gemela a la mía. Sus ojos demostraban no saber si me iba a ir al baño, o a sacar un cuchillo y degollarlo salvajemente ahora que el auto detenido no me pondría en riesgo como antes; mi mirada, sin dudas, expresaba las mismas dudas… ¿sería factible el plan que a los apurones llegué a delinear en el último minuto?

Un empleado de la estación de servicio se acercó a la ventanilla del hombre y le dio las buenas noches, con afabilidad. Él apartó sus ojos temerosos de mí, y se lo quedó mirando. “Voy al baño”, dije, con la voz quebrándose por los nervios, y me levanté con esfuerzo: de pronto me sentía pesado, cansado, deshecho, como si hubiese realizado todo el trayecto hasta aquí caminando.

“N
o es una idea tan lejana”, pensé, mientras iba hacia el baño, a unos veinte metros de donde estábamos. Me pregunté cuánto habría caminado en el bosque, perdido, y si eso sería uno de los causales del dolor de cabeza que me hacía palpitar las sienes. Eché una mirada furtiva a los costados, viendo posibles planes de escape que fuesen más simples que lo que estaba pensando hacer en el baño, pero rápidamente los descarté. Un par de camiones estaban estacionados en el playón, mientras que el sector de la estación de servicio que luego se transformaba en una zona boscosa que acompañaba paralela a la carretera había un buffet de vidrios cristalinos, con unas 5 o 6 personas sentadas, comiendo algo al lado de los ventanales. Consideré la posibilidad de pasar por allí sin ser visto, pero rápidamente entendí que sólo podría lograrlo de pasar agachado, caminando lento, y sin dudas que sería una actitud más que sospechosa. Miré rápido al auto, confirmando mi temor: el conductor estaba mirando fijo hacia mí, más allá de que al cruzar las miradas él desvió rápidamente la suya.

M
e acerqué al baño, arrastrando los pies cual si fueran de plomo. Abrí la puerta y entré, entrecerrando los ojos por la enceguecedora luz fosforecente que manaba de adentro. ¿Cuántas horas hacía que no veía un resplandor así? Sin dudas que desde que me desperté en el bosque que no; lo más cercado que había estado a una luz artificial tan fuerte fueron los faros del Fiat cuando venía por la carretera. Cerré la puerta tras de mí, y miré furtivamente el lugar, buscando encontrar una ventana por la que poder escapar. Sí, ése era mi plan: encontrar una ventana trasera y escapar cobardemente. Seguramente que en otras circunstancias me podría haber resultado una idea merecedora de una fuerte carcajada, pero sin embargo ahora era la única esperanza. Escapar… escapar, ¿y después qué? ¿A dónde iría? No tenía la menor idea… sólo me importaba alejarme cuanto antes del conductor y sus ideas de “acudir a la policía”. Realmente no tenía ninguna pista sobre si sería algo útil o no… en vistas del casi secuestro que había realizado de este hombre, probablemente mis perspectivas distaban de ser alentadoras.

D
ivisé una pequeña ventanita, casi del tamaño de un conducto de ventilación, apenas encima de los dos mingitorios que descansaban en una pared. Debía medir unos ochenta centímetros de ancho, y alrededor de treinta de alto. Maldecí por lo bajo… no parecía posible que pudiese pasar mi cuerpo, teniendo en cuenta que no me caracterizaba por ser de físico menudo; además, el ángulo que tenía era demasiado incómodo, tendría que treparme haciendo pie en los mingitorios, si es que lo lograba sin resbalarme. “Perdido por perdido”, me dije, recordando lo difícil que sería escapar por el medio del playón de la estación de servicio, y traté de encaramarme hacia la ventanita. Primero necesitaba llegar a intentar sacar el vidrio, para luego buscar pasar mi cuerpo por el pequeño agujero. Sabía de lo imposible de la misión, pero nada me impidió pasar unos dos o tres minutos intentando que mis pies no resbalen por la cerámica del mingitorio, hasta finalizar enfadado conmigo mismo por mi falta de agilidad. Miré la ventana con rencor, como culpándola de mi situación. De pronto vi con el rabillo del ojo un reflejo en el espejo que me llamó la atención; miré asombrado, viendo que aquel proyectaba mi propia imagen delante de mí. Me quedé mirándome como si no entendiese quién era esa persona que veía… en cierta forma, era conocerme por primera vez: delante de mí tenía un hombre rapado a cero, de casi un metro noventa, con aspecto de pesar unos ochenta y cinco o noventa kilos, ojos marrones y un corte en la frente con algo de sangre seca. Mojé mis manos y me limpié el rostro, cuando mis ojos se posaron en mi muñeca: “la pulsera”, me dije. “¡Puedo leer la pulsera!”. Acerqué mi muñeca a mi cara, asegurándome de poder leer bien el contenido de la pequeña placa metálica. Contuve la respiración, ansioso por poder ver por fin mi nombre… “¿¡qué otra cosa podía decir en ella!?”



T
ras unos segundos, exhalé, resignado. Un número. La placa no tenía más que un número, tallado en el metal, casi desgastado, como si llevase mucho tiempo allí, descuidado. “Dos dos quince”, releí, repitiendo las palabras en voz baja, como queriendo encontrar un significado. “Dos dos quince”… ¿qué demonios podía significar eso? La placa estaba entera, así que no había forma de que fuese parte de un número de teléfono; no parecía ser una fecha, ni tenía ninguna otra palabra a la que pudiese asociarse para conformar una dirección. “2 2 1 5”. Nada más que eso. Una pulsera de metal con cuatro números escarbados en ella; eso era todo lo que tenía como vínculo con mi pasado. Mi ropa y una pulserita con un número, y nada más; nada en los bolsillos, ningún papel que me indique cómo proseguir.

Apreté los dientes, insultando, pero al mismo tiempo una puntada de dolor atravesó mi cabeza. El dolor era ya casi intolerable, nublando mi vista y haciendo zumbar mis oídos. Todo parecía estar empeorando…

A
brí la puerta del baño, fustrado por mi fallido intento de fuga, y salí al playón, meditando cuál podría ser mi estrategia para evitar terminar en la comisaría, ya decidido a no subir al auto. ¿Cómo hacer para escapar del conductor? ¿Qué podría hacer si los empleados del lugar habían sido puestos al tanto por el hombre sobre mi caso? Maldije la pequeña ventana del baño, negando la única escapatoria de un plan que había parecido inteligente pero ahora, de pronto, ya no tenía sentido; resignado, me preparé para entregarme a mi destino.

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