Capítulo I - "Nada" - Episodio IX

IX

Una bocanada de aire fresco invadió mis pulmones; distraídamente, puse las manos en los bolsillos, tal vez como una forma de ocultar mis nervios y temblores, y los estragos que estaban haciendo en mí. Quise bajar la vista mientras caminaba hacia el playón, pero me costaba más de lo que podía luchar; el cansancio estaba llegando a un límite, me daba cuenta por el peso que parecían tener que llevar mis piernas, o en la poca fuerza que ofrecían mis rodillas cada vez que se flexionaban. Me sorprendí de haber estado tan distraído de no ver el auto: llevaba casi un minuto caminando hacia él, y no podía reconocerlo en la oscuridad de la noche. Parpadeé, desconfiado de mi capacidad de visión, mientras me maldecía a mí mismo por el dolor de cabeza que me producía el haber estado entrecerrando los ojos. Ah, el dolor de cabeza… esa noche fue la primera vez que sentí algo así. ¿Cómo describirlo? Es… como un calambre, de esos que te hacen dejar todo de lado, en donde el dolor te sorprende en tu incapacidad para defenderte. Pero no sólo eso… no es solamente sentir que algo… se contrae. Late; ése es el gran problema: como si tu corazón estuviese latiendo fuerte pero tuvieses el pecho comprimido, como si quisieras respirar pero estás de bruces contra una pared. Ése era el centro de mi debate, cuando me di cuenta de que había llegado al lado de los surtidores… pero el auto no estaba.

U
n empleado –tal vez el mismo que nos recibió antes, no puedo asegurarlo- me miró, con los ojos llenos de preguntas. Sentí que acababa de despertar de mi letargo; de pronto, la adrenalina volvía a inundar mi cuerpo, inyectándose y multiplicándose, mientras –puedo jurarlo- todo comenzaba a verse más nítido, los ruidos a mi alrededor se escuchaban más claros, y los segundos parecían arrastrarse, eternos. Tal vez sea así que funciona, ¿no? Una situación de extrema tensión –por caso, cuando vi venir el auto en la carretera- te lleva a exigirte a un nivel casi “de emergencia”; el cuerpo, la mente, no están preparados para mantener ese esfuerzo, esa tensión, por tanto tiempo, y naturalmente se relajan, al cabo de unos minutos, volviendo a un cansino estado de “normalidad”. La calma es tan parecida a un estanque de agua, que se quiebra y necesita retornar cuanto antes a su estado natural, más allá de que el factor que alteró esa paz siga presente. Sin dudas que en el viaje en auto lentamente estuve adormeciéndome, tratando de recuperarme de la situación casi extrema de momentos antes… o de hecho, de ya horas antes. ¿Dónde empezó mi tragedia? ¿Desde hace cuánto tiempo estaba soportando esta tensión? Podría ser aún más allá en el tiempo del momento en que me encontré en medio del bosque… Y eso, sin dudas, se complotó contra mi posibilidad de supervivencia, dado que todavía me seguía sintiendo –con toda la razón del mundo- como la presa que sabe que hay un cazador entre las sombras. Pensé en mi comportamiento en el baño, minutos atrás… resignado, entregado, sin tomar riesgos. ¿¡Era esa la actitud de alguien que estaba aferrándose a su vida, a su mínima chance de dominar la situación!? Agradecí internamente estar volviendo a tomar conciencia de lo que ocurría.

E
l empleado delante de mí abrió la boca, como si estuviese por decir algo; sus ojos estaban clavados en mí. Algo… le pasaba algo. Era obvio que estaba más atento de lo normal; en cierta forma, la idea de que él podría estar teniendo una batalla por “tomar el control de la situación”, como yo, era ridículamente hilarante. De a poco comenzaba a entender qué estaba pasando; de ahí a que lo aceptase había, obviamente, un largo trecho.

Q
uise asegurarme mirando a los costados, buscando dónde podía estar el auto. Él se dio cuenta, sin duda –hasta tal vez ese gesto mío era lo que él estaba esperando cuando fijaba sus ojos en mí-, y balbuceó antes de hablar. Todavía no entiendo por qué no sentí miedo en ese momento; tengan en cuenta que, si bien lo que menos quería era volver a estar solo, la situación me estaba presentando una salida, dejando una puerta abierta para mi escape y señalándola con indiferencia.

- ¿Q
uiere…? – dijo, mirándome con los ojos grandes, atentos, inseguros. Era un chico joven, tal vez de veintipocos años, con algo de acné –o manchas en la piel, la poca iluminación del playón de la estación de servicio no me dejaba asegurarlo-. Incómodo, se pasó una mano por el pelo con gel, sin dudas inquieto por el hecho de que yo lo estuviese examinando de arriba abajo, con… entiéndanlo, tengo que remarcarlo una vez más –aún a riesgo de ser repetitivo-, pero… yo estaba en mi salsa. En realidad, no sé si era “yo”, o ese “otro yo” que se había dejado ver en las demás situaciones de tensión que enfrenté a lo largo de las horas previas, pero… ¿cómo podía ser que reaccionase así? ¿Cómo podía mostrarme tan frío ante las pruebas más difíciles, ante los momentos de mayor tensión? Enfrentémoslo… estaba en medio del playón en el cual debería estar el Fiat, esperándome, pero… no estaba. Sólo estábamos el empleado de la gasolinera y yo, sin otro auto en la fría madrugada. Mi transporte, al que casi me había confinado a dejar que me lleve a la comisaría, entregándome y poniendo fin –para bien o para mal- a ese exceso de libertad con el que me había despertado –y que ni siquiera me permitía decidirme sobre dónde ir, o qué hacer, basado en la pobrísima información con la que contaba-… mi transporte, mi perdición, mi castigo, se había escapado en mitad de la noche, mientras yo intentaba hacer lo propio en el baño de la estación de servicio. Era irónico, ¿no? Si me pongo a pensarlo ahora, claro, era obvio; el conductor del auto nunca había estado cómodo conmigo –con toda la lógica del mundo, sin duda-, por lo que ni bien puso combustible al auto escapó, seguramente con el fervoroso deseo de llegar a su casa y olvidar lo sucedido, contando victorioso a su mujer –o quien fuese- la odisea que había vivido en esa madrugada; pequeña, miserable, hasta sobrevalorada, pero seguramente que toda una epopeya para él.

“Y
o hubiese hecho lo mismo”, pensé, volviendo en mí. Solo, en una estación de servicio de algún lugar cercano a Ezeiza, sin saber dónde estoy ni, obviamente, quién soy, o a dónde ir… y con el empleado mirándome, ya casi temblando por mis segundos de silencio, como si estuviese meditando si contestarle o saltar encima y atacarlo como un loco escapado de un asilo mental. Sin dudas que ésa era mi expresión, o al menos era muy cercana; lo veía en el reflejo de pavor que iba invadiendo lentamente la mirada del empleado, pero también lo intuía en ese “otro yo” que parecía poseerme. Realmente es difícil de explicar, pero de las pocas cosas que sabía en ese momento, esa idea, la de la “dualidad”, era tal vez la más clara. Esa nueva bifurcación en mi destino, ese nuevo momento de sentirme perdido y empezar de nuevo, me hizo comprender –por primera vez- que de cierta forma había dos personas conviviendo en una sola: por un lado, mi parte cansada, la que tenía una forma de pensar casi lógica –para alguien en esa situación-, la que se sentía perdida, como una rata de laboratorio en un laberinto pensado para testear sus nervios; la que sufría ataques de esa migraña casi imposible de tolerar, la que no hacía más que desear que todo acabe, para bien o para mal: llamémosle, si se quiere, mi lado “cobarde”.

Y
por otra parte, estaba esa parte irracional, ajena, casi onírica; ese estado en que sentía que realmente no tenía control de mis acciones, el que me había llevado a frenar el auto y presumir que estaba secuestrado, o a amenazar tácitamente al conductor. Un lado de mi personalidad que no parecía natural, que parecía sentirse a gusto con la situación de ser presa de una virtual cacería, que hasta daba la impresión de no necesitar nada más que el control de la situación: ni ayudas, ni indicaciones, ni planes. Y de hecho… en ese momento me di cuenta que cuando este lado adrenalínico tomaba el mando, la migraña cedía, el cansancio se alejaba, y hasta me sentía más fuerte, más capaz de… de todo. Era como tener un cheque en blanco para mi futuro… como saber que yo podía hacer lo que quisiera. Como… como una especie de Jeckyll y Mr. Hyde; sí, sin dudas. Un lado débil, incapaz, humano desde sus falencias, real, frágil… y otra parte en las antípodas: fuerte, poderoso, imponente, confiado, apto, atemorizante, seguro, casi con rasgos de un personaje de una película hollywoodense, de esos héroes que no sienten miedo, que ni siquiera aceptan la coexistencia de dificultades. Un lado irreal, sin duda, pero… que no me daba parte en la toma de decisiones.

¿Q
uién era yo? La pregunta no sólo me atacaba desde la falta de nombre, edad, procedencia, historia o información de mi pasado… me atemorizaba pensar si yo era uno de esos personajes, o tal vez la mezcla… o ambos. ¿Un loco incapaz de reconocerse a sí mismo? ¿Una persona llevada al límite por una situación extrema, reaccionando de una manera casi marginal, pasando de frontera en frontera? Mi aspecto, tal vez, coincidía con esa personalidad surrealmente heroica: recordando esa cara que había conocido en el espejo del baño, mi altura, mi cuerpo que demostraba un estado atlético –no precisamente muy trabajado, pero sin dudas cuidado-… de hecho, mi aspecto no era el de alguien que uno quisiera encontrar en un callejón oscuro, en un auto en una carretera, o siquiera en una estación de servicio.

- N
o se p… preocupe… la… la policía viene… ¿eh? –la voz del empleado sonaba aterrorizada, y no es un decir. Seguramente lo que menos quería hacer en ese momento era darme esa noticia; sin dudas que estaba convencido de que no era lo que me gustaría oír. ¿Qué había pasado? Seguramente, mi “amigo” conductor había avisado de la situación, o aunque sea habían visto algo raro en mí; el caso es que habían procedido con la lógica, obviamente: sospechar del hombre alto, sucio, con aspecto decidido.

N
o pude pensar más; otra de las características de ese lado irracional que estaba aprendiendo a conocer era, justamente, que yo no estaba al mando. Escuché al hombre decir eso y acto seguido vi acercarse a lo lejos a un hombrecillo bajo, escuálido, vestido con uniforme de una empresa de seguridad. Se acercaba desde un costado, con una mano en su cinturón, y el gesto convencido de quien cree estar “al mando”. Mostraba casi una sonrisa lateral, y caminaba lenta y firmemente hacia mí, aún a pesar de un evidente rengueo que no lo dejaba moverse muy rápidamente. Parecía de unos… ¿sesenta años? Tal vez algo más…

Realmente es difícil explicarlo, pero… no sé qué pasó, sólo sé que me sorprendí de mismo: en el momento exacto en que el guardia estaba a unos cinco metros míos y preguntaba si “pasaba algo”, tomé al empleado por el cuello, como un escudo humano, y me abalancé contra el guardia de seguridad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Uff, por fin me puse al día...

¿Qué puedo decir? Esto se pone cada vez más interesante... ¿Qué demonios quiere decir "dos dos quince" y que representa...? ¿Y quién es nuestro protagonista verderamente...?

Espero nuevas pistas próximamente...